El vivo y el muerto compartían una pequeña habitación en el Ramón y Cajal. Una enfermera entró a los cinco minutos para cubrir el rostro del cadáver con la lechosa sábana. La luz del crepúsculo flotaba en el aire como el aliento ígneo de un demonio. La enfermera, como si hubiera verificado el fallecimiento de una tortuga tuberculosa, abandonó la habitación tranquilamente. Agustín giró la cabeza y posó la mirada en la sábana...
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