De un tiempo a esta parte nadie quiere acabar como España. No quiere Romney, que nos puso como ejemplo de mal camino; no quería Sarkozy, que usó repetidas veces el desastre económico español en su pulso con Hollande; tampoco el presidente ecuatoriano Correa, que justificó su reforma hipotecaria en el objetivo de no terminar hundidos por una burbuja como la española; ni la presidenta argentina Cristina Fernández, que en varias ocasiones ha ironizado sobre un destino, el español, que tanto recuerda al que sufrió su país hace una década.
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