La noche del lunes, el hombre al que vi por primera vez hace más de tres décadas, saludando con solemnidad a una falange de hombres ranas uniformados de negro que marchaban azotando con las aletas el ardiente pavimento de la plaza Verde en una noche tórrida de Trípoli, durante un desfile militar de siete horas, parecía estar de huida al fin, perseguido –como los dictadores de Túnez y El Cairo– por su propio pueblo enfurecido.
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