“Eso nunca será un tren”, le espetó un profesor de la Escuela de Caminos a Alejandro Goicoechea cuando conoció uno de los primeros esbozos de lo que después sería el Talgo. El docente estaba equivocado, como le demostraría poco tiempo después el ingeniero de Elorrio (Bizkaia). El proyecto del innovador vasco suponía un verdadero salto para el ferrocarril de la época: ejes guiados, ruedas independientes, integración de los coches entre sí formando un cuerpo único articulado, bajo centro de gravedad y liviandad de peso.
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