Estamos en unos tiempos codificados donde lo explícito ha ido dejando paulatinamente paso a sonrisas edulcoradas, de serie, y donde la verdad sólo se dice a través de códigos que sólo los iniciados descifran, pero que todo el mundo comprende. Por ejemplo, las jardineras en medio de una calle sustituyen con perfecta eficacia a las señales de circulación prohibida , o los bancos con un un reposabrazos en el medio sustituyen a la prohibición de quedarse a dormir en ellos por las noches.
En ese sentido, una de las mejores maneras de saber hasta qué punto un barrio o una ciudad han sido devorados por la carcoma del turismo masivo es la proliferación de las mesas altas. Las mesas altas, dicen, aprovechan mejor el espacio en las terrazas, evitan el desparrame del personal y son más eficientes. En realidad, las mesas altas significan "lárgate", porque aquí te queremos un ratito, lo justo para que pagues la consumición y te marches con viento fresco dejando el sitio al siguiente pardillo.
Las mesas altas, y sus correspondientes taburetes, están diseñadas para que en vez de descansar, te canses, se te claven en los muslos y tengas ganas de ponerte en movimiento después de unos veinte o veinticinco minutos, o incluso menos, dependiendo de la edad y la constitución del usuario. Los proveedores de mobiliario para hostelería ya las ofrecían así, con esas indicaciones, hace muchos años, pero por entonces eran muy pocos los taberneros que se animaban a colocarlas, por vergüenza torera y porque se quedaban vacías.
Cuando hoy vemos que proliferan esos elementos mobiliarios, tenemos que concluir que se ha perdido la vergüenza y que el cliente habitual importa un carajo, porque una parte de los hosteleros quieren regentar una cafetería de aeropuerto, una de esas que tiene la clientela cautiva porque es lo que hay y lo tomas o lo dejas. Y eso sucede cuando no hay necesidad de atraer a nadie, porque la afluencia de gente es tan grande, que aunque pusieras un abrevadero, con cebada de tapa, vendrían lo mismo.
La otra opción es que se quiera aprovechar mejor el espacio e impedir que se junten mesas, como me han dicho algunos. En todo caso, no hay quien me convenza de que no se trata de un acto hostil, como las jardineras o los bancos antipobres. Uno más de esos actos hostiles a los que nos han acostumbrado a tragar. Pequeñas molestias que expulsan a determinada gente de determinadas zonas, con los pretextos más peregrinos.
Como los coches de los pobres que ya no pueden acceder al centro de las ciudades, mientras el que se puede pagar un híbrido anda por donde quiere, en modo gasolina, arrastrando con su motor de combustión el peso de las baterías. Por ecología. Por medio ambiente. Ya. Y un huevo.