A principios de los años cincuenta, la URSS estaba en su apogeo. La acompañaban muchos intelectuales de postín, incapaces de denunciar su totalitarismo. Más que una incongruencia política, era una aberración moral. Porque ponía al servicio del terror la autoridad simbólica que confiere el conocimiento. Eso fue lo que denunció Raymond Aron en su obra cumbre El opio de los intelectuales, que ahora se reedita en España. La historia le ha dado la razón.
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