Debía de tener yo unos seis o siete años. La liturgia se repetía cada tarde. Llegábamos del colegio, devorábamos el bocadillo de la merienda, y nos faltaba tiempo para bajar al descampado, colocar a modo de porterías esa ropa sobrante que nuestras madres se empeñaban en colocarnos encima, soltar un balón en el medio y correr, regatear, golear...
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