Camps recurre al mito de “el paseíllo”, que todo lo justifica. Su intervención parlamentaria del jueves, característica del fascismo recalcitrante, no fue producto de un calentón: la aplaudieron enfáticamente los miembros de su grupo. La forma de arreglarlo es también sorprendente: “Pido disculpas por si he podido herir la sensibilidad de alguien”. No se retracta, sigue pensando que el deseo de su rival es asesinarle. Es lógico que se sienta liberado de la obligación de dar explicaciones por las evidencias que le señalan como corrupto.
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