Como receptora que fui, a finales de los años 40 del siglo pasado, de algunas mantas usadas del Ejército y de un juego de café de loza de juguete, en miniatura, por parte de las piadosas damas falangistas del Auxilio Social, declaro que haber visto a los míos, para merecer la dádiva, hacer profesión de pobreza –y de catolicismo: una cosa va con la otra, en este país–, me dejó perdurable y sanamente asqueada.
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