Hace 9 años | Por Delapluma a perezreverte.com
Publicado hace 9 años por Delapluma a perezreverte.com

Pero claro. Todo eso ocurriría en un país normal culturalmente hablando, como lo son Inglaterra o Francia -¿imaginan si el Quijote lo hubieran escrito ellos?-, y no en esta triste España en la que no ya los huesos de Cervantes, sino también los de Calderón, Quevedo, Lope de Vega, Herrera, Claudio Coello, Murillo, Jorge Juan y tantos otros se perdieron para siempre.

Comentarios

edmond_dantes

como mi amigo Ignacio Camacho [...] mis también amigos Javier Marías y Francisco Rico, por ejemplo-
[...] en la que no ya los huesos de Cervantes, sino también los de Calderón, Quevedo, Lope de Vega, Herrera, Claudio Coello, Murillo, Jorge Juan y tantos otros se perdieron para siempre.
[...] lo que somos y nos gusta ser: Sagasta, Prim, Cánovas del Castillo...


Como siempre, para don Arturo las mujeres están para ser folladas y nada más.

https://lclcarmen1bac.wordpress.com/2012/04/09/proyecto-mujeres-escritoras-escritoras-del-barroco/

edmond_dantes

#9 Me apasionan tus momentos de autorreflexión.

edmond_dantes

Espero no ser el único que le parece EXTRAÑO DE COJONES que cada vez que don Arturo mencione a un ser humano, el humano resulte ser de género masculino a no ser que sea a) lumi, b) feminazi o c) torda, casos particulares en el que el ser humano puede ser femenino.

No va de coña, en el artículo la única mención a mujeres es " -lo que se gasta un político en tres noches de cocaína y putas-"

M

#2 Patente de corso

Reinas del Sur y otras ficciones

XLSemanal - 23/2/2015

En este mismo número de XLSemanal, unas páginas más adelante, les cuentan a ustedes cómo una pobre infeliz, chica guapa, simple novia y amiga de narcos llamada Sandra Ávila, víctima de una descarada operación publicitaria de las autoridades mejicanas, se comió el marrón de ser nada menos que la Reina del Pacífico, o al menos así la bautizaron ante la prensa sus aprehensores: una supuesta narcotraficante sinaloense que habría enviado toneladas de cocaína a Estados Unidos y dirigido redes de lavado de dinero y otras operaciones clandestinas. Hasta habría, tal era la coletilla clave, inspirado mi novela La Reina del Sur. Ninguno de los desmentidos que hicimos la propia interesada y yo mismo -que pasé un tiempo en Sinaloa, traté a unos cuantos narcos y jamás había tenido antes noticia de su existencia- tuvo efecto. Sandra Ávila estuvo varios años en prisión y no fue liberada hasta que una juez con sentido común dijo se acabó y la puso en la calle hace unas semanas. Aun así, el apodo de Reina del Pacífico se le quedará para lo que le resta de vida. «La novela de Pérez-Reverte y las canciones y narcocorridos que se hicieron sobre su personaje -le confesó en prisión Sandra Ávila al periodista Julio Scherer- me perjudicaron mucho. Se corrió el bulo de que se había inspirado en mí, me dieron una importancia que no tenía, y sufrí las consecuencias».

El caso de Sandra Ávila, dramático en lo que a ella se refiere, no es único. Desde que existe la literatura, muchos personajes de ficción han pasado la frontera de lo imaginado por el autor para instalarse en una realidad imaginada por los lectores. Esto ha ocurrido en innumerables ocasiones, tanto con personajes reales en los que, con más o menos verdad, se inspiraron entes de ficción, como con personajes ficticios asentados en la imaginación del público hasta considerarse encarnaduras reales. Un buen ejemplo de los auténticos es Charles de Batz Castemore, en cuya vida se inspiró Alejandro Dumas para crear el D'Artagnan de Los tres mosqueteros; y quizá el caso más notable de los imaginados sea Sherlock Holmes, de cuyo museo londinense es casi imposible salir sin la certeza de que él y su colega el doctor Watson existieron realmente. Unos inmortales Holmes y Watson, valga el ejemplo, a los que Javier Marías y yo, cuando andamos de cena o paseando mientas él consume cigarrillo tras cigarrillo, solemos referirnos, con toda naturalidad, como a dos viejos amigos absolutamente reales.

En mi modesta parcela personal, y salvando las siderales distancias con Dumas y Conan Doyle, también se han dado un par de casos. Quizá el más notable sea el capitán Alatriste, cuya existencia real -incluso hay en el Madrid de los Austrias un buen restaurante con su nombre, con el que no tengo nada que ver- dan muchos lectores por cierta, incluida la ingenua directora de un importante centro hispanista de París, que hace tiempo me escribió preguntándome muy formal cómo podía consultar el manuscrito original de las memorias de Íñigo Balboa -Papeles del alférez Balboa- que, según afirmo malvado en alguna de mis novelas, se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid.

Sin embargo, el episodio más fascinante de mi vida en lo que a ficción-realidad se refiere lo viví en Culiacán, Sinaloa, cuando al socaire del éxito de La Reina del Sur regresé allí para que los periodistas Carmen Aristegui y Javier Solórzano realizaran un documental sobre los escenarios de la novela. Estábamos grabando a las cambiadoras de dólares de la calle Juárez, frente al mercadito Buelna -doladeras las llaman, con esa magnífica facilidad mejicana para el neologismo eficaz-, donde la protagonista de mi novela había empezado su azarosa carrera, antes de conocer al Güero Dávila y meterse en líos. Estábamos en eso, platicando con las chicas entre campesinos que bajaban en autobuses de la sierra y narcos que detenían sus Cheyennes, Avalanches y Silverados con los Tigres del Norte atronando por las ventanillas -«Voy a cantar un corrido / escuchen muy bien mis compas / para la Reina del Sur / traficante muy famosa»-, cuando una de las jefas, madura y todavía de buen ver, muy chula y maquillada, se acercó al ver las cámaras. «¿Sobre qué hacen esto?», preguntó, suspicaz. «Sobre la Reina del Sur», respondió Carmen Aristegui. Y entonces, a la doladera jefe se le iluminó la cara, sonrió entusiasmada, señaló un lugar detrás de ella y dijo: «¿Teresita Mendoza, la que se fue a España?... ¿La Tere?... Yo la conocí, y buena amiga mía que era. ¡En esa esquina se ponía!».

M

#2 Patente de corso
La pizzera de Nápoles

XLSemanal - 03/11/2014

He leído estos días Ieri, oggi e domani, la autobiografía de Sophia Loren: un libro bien escrito -ignoro quién habrá sido el negro, o anónimo autor material del asunto- que pasa revista a la vida y las películas de esta bellísima octogenaria napolitana que, durante medio siglo, encarnó en las pantallas el prototipo de la mujer italiana, con ese matiz espléndido que la generación de mi abuelo, y la de mi padre en su juventud, aún definían como una mujer de bandera. Y debo decir que la lectura de ese libro sereno y agradable me ha proporcionado momentos de intenso placer. De sonrisa cómplice y agradecida.

Tengo una antigua y entrañable deuda con Sophia Loren -la Venus latina, en buena definición de mi amigo Ignacio Camacho-, y a menudo esa deuda sale a relucir en casa Lucio, cuando Javier Marías y yo, durante alguna cena, mientras él despacha con parsimonia su habitual filete empanado, pasamos revista a las mujeres que marcaron nuestra infancia y nuestros primeros recuerdos cinematográficos. Y por encima de casi todas -Kim Novak, Grace Kelly, Lauren Bacall, Maureen OHara, Silvana Mangano, principalmente Ava Gardner- figura siempre Sophia Scicolone, de nombre artístico Lazzaro, primero, y Loren, al fin. Supongo que eso no resulta fácil de comprender para cinéfilos de reciente generación, más a tono con señoras plastificadas y pasteurizadas tipo Angelina Jolie o Nicole Kidman; pero quien de niño o jovencito haya visto a Sophia Loren salir del mar con la blusa mojada en La sirena y el delfín o bajar de un autobús por la ventanilla en Matrimonio a la italiana, sabrá perfectamente a qué me refiero. El matiz de pisar fuerte y de poderío. La muy abrumadora diferencia.

Me ha gustado mucho que, en su autobiografía, Sophia Loren haya dedicado un largo párrafo a la película que, de la mano de Vittorio de Sica, supuso su lanzamiento como estrella del cine italiano. Se trata de El Oro de Nápoles, que siempre consideré una obra maestra, donde protagoniza el episodio de la bellísima donna Sofia la Pizzaiola -«Venite, venite a fa´marenna! Donna Sofia ha preparato e briosce!»-, que hace creer a su marido que ha perdido en la masa de la pizza el anillo que realmente olvidó en casa del amante. No es de extrañar que aquella interpretación espléndida, llena de humor, erotismo y picardía, cautivara a los espectadores y los dejase atornillados a aquella mujer durante medio centenar de películas más. Descubrí a la Pizzaiola mucho más tarde, junto con Peccato che sia una canaglia, que aquí se tradujo como La ladrona, su padre y el taxista -esa extraordinaria secuencia de Vittorio de Sica haciéndose amo de la comisaría y pidiendo café para todos-; y el niño y el jovencito boquiabiertos ante la pescadora griega de esponjas de La sirena y el delfín, la amante sin esperanza de La llave o la guerrillera española de Orgullo y Pasión comprendieron, de ese modo, que aquella hembra espléndida de 1,74 m. de estatura sin tacones, que desbordaba la pantalla con sus ojos almendrados y su contundente anatomía, era también una actriz formidable, con un sentido del humor y unas cualidades interpretativas fuera de serie; que le fueron reconocidas, en la cima de su carrera, por el Oscar con que la Academia de Cine norteamericana premió su soberbia interpretación en La Ciociara, que en España, como ustedes saben, se tituló Dos mujeres.

Por todo eso, leyendo con sumo placer el libro de que les hablo, he recordado, y también me he recordado a través de sus páginas y las películas que en ellas se mencionan, incluida Pane, amore e...: aquel film delicioso donde el brigada de carabineros Antonio Carotenutto -otra vez un formidable Vittorio de Sica- baila el mambo con donna Sofia la Pescadera en una de las escenas más graciosas e inolvidables del cine de humor italiano. Y, puestos a recordar, he rememorado también mi mejor recuerdo personal relacionado con Sophia Loren: cuando en cierta ocasión, al ir a subir a mi habitación del hotel Vesuvio de Nápoles, ella apareció en el ascensor, vestida de rojo, bellísima a sus entonces setenta y cinco años, dejándome estupefacto y paralizado como un imbécil, obstaculizándole el paso, hasta que me sonrió, y entonces reaccioné al fin apartándome a un lado con una excusa; y entonces ella pasó por mi lado, muy cerca, para alejarse por el vestíbulo del hotel, espléndida, gloriosa, eterna como en sus películas. Y por un instante sentí deseos de aullar a la luna como un coyote. Como hacía Marcelo Mastroianni mientras Mara, la chica de la piazza Navona, se quitaba las medias en Ayer, hoy y mañana.

M

#2 Patente de corso
Esas jóvenes hijas de puta

XLSemanal - 26/1/2015

Supongo que a muchos se les habrá olvidado ya, si es que se enteraron. Por eso voy a hacer de aguafiestas, y recordarlo. Entre otras cosas, y más a menudo que muchas, el ser humano es cruel y es cobarde. Pero, por razones de conveniencia, tiene memoria flaca y sólo se acuerda de su propia crueldad y su cobardía cuando le interesa. Quizá debido a eso, la palabra remordimiento es de las menos complacientes que el hombre conoce, cuando la conoce. De las menos compatibles con su egoísmo y su bajeza moral. Por eso es la que menos consulta en el diccionario. La que menos utiliza. La que menos pronuncia.

Hace dos años, Carla Díaz Magnien, una adolescente desesperada, acosada de manera infame por dos compañeras de clase, se suicidó tirándose por un acantilado en Gijón. Y hace ahora unas semanas, un juez condenó a las dos acosadoras a la estúpida pena -no por estupidez del juez, que ahí no me meto, sino de las leyes vigentes en este disparatado país- de cuatro meses de trabajos socioeducativos. Ésas son todas las plumas que ambas pájaras dejan en este episodio. Detrás, una chica muerta, una familia destrozada, una madre enloquecida por el dolor y la injusticia, y unos vecinos, colegio y sociedad que, como de costumbre, tras las condolencias de oficio, dejan atrás el asunto y siguen tranquilos su vida.

Pero hagan el favor. Vuelvan ustedes atrás y piensen. Imaginen. Una chiquilla de catorce años, antipática para algunas compañeras, a la que insultaban a diario utilizando su estrabismo -«Carla, topacio, un ojo para acá y otro para el espacio»-, a la que alguna vez obligaron a refugiarse en los baños para escapar de agresiones, a la que llamaban bollera, a la que amenazaban con esa falta de piedad que ciertos hijos e hijas de la grandísima puta, a la espera de madurar en esplendorosos adultos, desarrollan ya desde bien jovencitos. Desde niños. Que se lo pregunten, si no, a los miles de homosexuales que todavía, pese al buen rollo que todos tenemos ahora, o decimos tener, aún sufren desprecio y acoso en el colegio. O a los gorditos, a los torpes, a los tímidos, a los cuatro ojos que no tienen los medios o la entereza de hacerse respetar a hostia limpia. Y a eso, claro, a la crueldad de las que oficiaron de verdugos, añadamos la actitud miserable del resto: la cobardía, el lavarse las manos. La indiferencia de los compañeros de clase, testigos del acoso pero dejando -anuncio de los muy miserables ciudadanos que serán en el futuro- que las cosas siguieran su curso. El silencio de los borregos, o las borregas, que nunca consideran la tragedia asunto suyo, a menos que les toque a ellos. Y el colegio, claro. Esos dignos profesores, resultado directo de la sociedad disparatada en la que vivimos, cuya escarmentada vocación consiste en pasar inadvertidos, no meterse en problemas con los padres y cobrar a fin de mes. Los que vieron lo que ocurría y miraron a otro lado, argumentando lo de siempre: «Son cosas de crías». Líos de niñas. Y mientras, Carla, pidiendo a su hermana mayor que la acompañara a la puerta del colegio. La pobre. Para protegerla.

Faltaba, claro, el Gólgota de las redes sociales. El territorio donde toda vileza, toda ruindad, tiene su asiento impune. Allí, la crucifixión de Carla fue completa. Insultos, calumnias, coro de divertidos tuiteros que, como tiburones, acudieron al olor de la sangre. Más bromas, más mofas. Más ojos bizcos, más bollera. Y los que sabían, y los que no saben, que son la mayor parte, pero se lo pasan de cine con la masacre, riendo a costa del asunto. La habitual risa de las ratas. Hasta que, incapaz de soportarlo, con el mundo encima, tal como puede caerte cuando tienes catorce años, Carla no pudo más, caminó hasta el borde de un acantilado y se arrojó por él.

Ignoro cómo fue la reacción posterior en su colegio. Imagino, como siempre, a las compis de clase abrazadas entre lágrimas como en las series de televisión, cosa que les encanta, haciéndose fotos con los móviles mientras pondrían mensajitos en plan Carla no te olvidamos, y muñequitos de peluche, y velas encendidas y flores, y todas esas gilipolleces con las que despedimos, barato, a los infelices a quienes suelen despachar nuestra cobardía, envidia, incompetencia, crueldad, desidia o estupidez. Pero, en fin. Ya que hay sentencia de por medio, espero que, con ella en la mano, la madre de Carla le saque ahora, por vía judicial, los tuétanos a ese colegio miserable que fue cómplice pasivo de la canallada cometida con su hija. Porque al final, ni escozores ni arrepentimientos ni gaitas en vinagre. En este mundo de mierda, lo único que de verdad duele, de verdad castiga, de verdad remuerde, es que te saquen la pasta

M

#2 Patente de corso
Baile agarrado e ira de Dios

XLSemanal - 27/10/2014

Me ha discutido algún que otro lector la veracidad de algo que afirmé aquí hace unas semanas, cuando comparaba a nuestros curas fanáticos de antaño, o de no hace tanto, con los imanes fanáticos de hoy. En concreto, mencionaba yo el todavía reciente deseo -hace sólo setenta años- de algunos obispos españoles de meter en la cárcel a quienes bailasen agarrados, porque eso era fuente de pecado y semilla de todo mal. Y en este punto debo admitir algo: cuando lo escribí me goteaba el colmillo, clup, clup, clup, porque conozco a mis clásicos y sabía que más de uno iba a entrar a por uvas. Así que, si les parece bien, hoy vamos con ello.

Tomemos, para el caso, un libro que tienen ustedes a su disposición en mi biblioteca: ¿Grave inmoralidad del baile agarrado?, se titula. Tiene 166 páginas y fue impreso en Bilbao en 1949, décimo Año Triunfal. Hace, por tanto, 65 tacos de almanaque. Con el nihil obstat de Fernando Lipuzcoa, censor, y el imprimatur de Pablo Gúrpide, vicario general de Pamplona. Y que lleva, a modo de epígrafe, una bonita cita del papa Pío Nono -«La ligereza de las señoras y señoritas ha traspasado los límites del pudor en lo que atañe a vestidos y bailes»- y otra del también papa Pío XII -«Trabajad contra la inmoralidad que agosta a la juventud»-. En cuanto al texto, un simple vistazo al índice resulta ya de lo más prometedor: Escándalo público del baile agarrado, Víctimas culpables, Insensibilidad femenina, Restauremos la conciencia del pueblo y algunos etcéteras más. Texto, por cierto, que abunda en conclusiones contundentes como ésta: «Baile agarrado, parejeo solitario, la corrupción en la aldea es más intensa que en la ciudad», o como ésta: «La mujer, hasta ayer cáliz del hogar, padece un relajamiento alarmante de criterio y de modales». Para concluir con estas dos perlas «Así saborean los pueblos corrompidos la lujuria provocando la ira de Dios» y «Los pueblos corrompidos son incapaces de comprender otro lenguaje que el del látigo».

Pero no crean que el autor del libro -padre Jeremías de las Sagradas Espinas, firma el tío, con dos cojones- se queda en lo superficial. Al contrario, nuestro autor baja la arena del argumento científico y afirma «Con frecuencia existen conmociones venéreas sin llegar a la plena saciedad de la naturaleza», estima que «los jóvenes pierden el pudor en los tocamientos mutuos prolongados del baile agarrado, en los brazos, espalda, pecho y cintura», considera que «los pechos en la mujer son las partes del cuerpo en las que recibe máximas conmociones carnales» o describe, lúcido, a «esas parejas de hombres y mujeres cosidas de pecho y vientre, con la conciencia hecha jirones, embriagándose de lujuria», para rematar: «El baile agarrado debe ser totalmente eliminado de las costumbres del pueblo. Es precisa, a toda costa y cuanto antes, una reacción violenta y eficaz». Todo eso, ojo, diez años después del término de esa otra reacción violenta y eficaz que el padre Jeremías de las Sagradas Espinas, supongo, también llamó Cruzada de Liberación.

Dirán ustedes que para qué remover viejos textos que ya no nos afectan. La respuesta es simple: no son tan viejos, y nos afectan. En primer lugar, para dejar claro que el Islam radical y su hipócrita consideración de la moralidad pública no nos caen tan lejos como creemos; y que un sacerdote con poder, un intermediario arrogante de cualquier Dios verdadero o no, imaginado o por imaginar, siempre será un peligro, use tonsura, turbante o micrófono de telediario. Por otra parte, lo admito, en todo esto hay también un asunto personal: cierta cuenta pendiente. Una cosa es la religión que, en privado y para su conciencia, practique cada cual. ¿Quién puede criticar eso? Pero hablamos de otra cosa: de imposición. Fulanos como el padre Jeremías de las Sagradas Espinas controlaron durante siglos a España desde púlpitos y los confesonarios, como los imanes controlan ahora lo suyo desde las mezquitas. El padre Jeremías, el censor, el vicario y el resto de la tropa dirigieron, o intentaron hacerlo, la vida de mi familia, de mi madre, de mi abuela, de mis antepasados, la mía propia, inmiscuyéndose en nuestra intimidad y libertad, cerrando puertas a la razón, a la cultura, a la verdadera educación. Ellos, y el agua bendita con que santificaron a quienes cebaban cárceles y paredones, nos tuvieron durante siglos en una mazmorra negra de la que todavía hoy pretenden, algunos, conservar la llave. Por eso es bueno recordar que, hace sólo 65 años, un hijo de puta con balcones a la calle exigía acabar con el baile agarrado «donde los jóvenes, unidos pecho con pecho, arden en la hoguera de la lujuria». Y tener presente que, si lo tolerásemos, seguiría exigiéndolo. No les quepa duda.

M

#2 Podría seguir hacia atrás con el tito Reverte durante veinte años, pero con los últimos meses ya vale. Así que vete a cagar, chaval.

edmond_dantes

#7 "De vez en cuando menciona al 50% de la población" no es el zas en toda la boca que crees que es. Más cuando tiene a la Loren por la torda tordísima de todas las tordas que una vez se la pusieron morcillona (no como las niñas de hoy en día que van sin faja y sin tacones y están gordas)

M

#7 ¿Sabes lo peor de un idiota? Cuando algunas raras veces se da cuenta de que es idiota y pretende disimularlo con nuevas idioteces. Pero es que, claro, en otro caso no sería un idiota. Y por cierto, a mí también, como al tito, me la pone elocuente aquella Sofía Loren.