Hace una semana recibí un correo, a mi dirección de trabajo, donde una empresa fabricante de material deportivo de la que soy consumidor desde hace años (desconozco si es casualidad) nos solicitaba la creación de un dosier para colaborar con ellos en el territorio nacional. Obviamente, me hizo ilusión puesto que sus productos son realmente buenos y me gustaría trabajar con dicha empresa.
Tenía la mosca detrás de la oreja y me parecía todo muy raro, pero tras comprobar que, efectivamente, el correo era legítimo y la dirección desde la que se me enviaba existía realmente y salía de los servidores de esta empresa, respondí indicando que estábamos interesados y que podíamos mantener una videollamada en inglés en cualquier momento. Cabalgaba entre la sospecha y la alegría.
Su respuesta, que me descargase el kit que ellos enviaban a los colaboradores para poder mantener dicha reunión con todos los datos posibles. Me facilitó un enlace a Dropbox, protegido con contraseña, para descargarme un archivo comprimido con toda la información necesaria. Como uno es perro viejo, me descargué el archivo y simplemente miré el nombre de los archivos... Todo parecía legítimo, y bien estructurado en carpetas, tal y como se esperaría de una empresa seria.
Pero algo hizo que se me arquease una ceja. Entre medias de tanto archivo había uno con doble extensión, un scr (protector de pantalla de Güindous), por ahí medio escondido, que se suponía que era un Excel con datos financieros. Inmediatamente me puse en contacto con la empresa, les conté lo sucedido, y ayer mismo publicaron una nota en su web alertando de que les habían suplantado.
Cuento esto como anécdota y para alertar de que este tipo de timos. Tengo la suerte de ser una persona desconfiada y con conocimientos informáticos superiores a la media, pero sé que si esto se hubiese mandado a alguno de mis socios les hubiese colado perfectamente (o que me hubiesen pillado con la guardia baja fruto de la ilusión). Nadie está a salvo.
Cuando alguien llama un domingo al portero automático y coges el telefonillo, lo primero que piensas es que algún desaprensivo ha aprovechado el festivo para repartir publicidad y hacerse unos cuartos extra a costa de la tranquilidad ajena, pero cuando abajo contestan que es la policía echas de menos al repartidor.
Y no es que tenga yo cuentas pendientes con la justicia, ni razones para temer que vengan a detenerme, pero la policía, un domingo y a las nueve y media de la mañana, no suele venir a devolverte un décimo de lotería premiado que has perdido por la calle.
Abrí dócilmente la puerta y esperé a que subieran a mi piso. Eran dos agentes, uno de pelo blanco y el otro casi un chaval al que el uniforme le sentaba como un disfraz. El más viejo me saludó, me preguntó si era Gonzalo Pozuelo, y cuando respondí afirmativamente me alargó sin más preámbulos la fotografía de una mujer muerta con el rostro tumefacto y bastante desfigurado.
—¿La conoce? —me preguntó después de unos segundos.
—No. Creo que no —respondí devolviéndole la foto.
—Llevaba su nombre y su dirección en la cartera —explicó el más joven.
Yo me encogí de hombros.
—Comprendan que así, en una fotografía como esa... —traté de justificarme.
El del pelo blanco parecía esperar esa respuesta, porque se agarró a ella de inmediato.
—Tenemos que pedirle que nos acompañe al depósito de cadáveres, por si pudiera identificar a la difunta.
Normalmente no hago planes para los domingos y dejo a la casualidad, al impulso o a la llamada de un amigo la decisión definitiva sobre a dónde ir o qué hacer; ese sistema de permitir a lo inesperado operar por su cuenta me había dado buen resultado durante muchos años, pero aquel día lo inesperado se estaba pasando de la raya.
—No nos llevará mucho tiempo —trató de animarme el del pelo cano.
—Antes de las once estará usted de vuelta —reforzó el otro.
No era cuestión de hacerse de rogar; había que ir, y punto, así que comprobé con tres palmetazos por mi anatomía que llevaba las llaves, la cartera y las gafas, y baje en el ascensor con los dos agentes.
Me subí al oche patrulla con una sensación extraña, como si me llevasen detenido por algún delito que ni siquiera podía imaginar, igual que Joseph K, el del proceso de Kafka. Los dos policías no hablaban entre sí y el silencio acentuaba mi aprehensión, así que acabé preguntando qué le había pasado a la mujer.
—Apareció muerta en una boca de metro. En Cruz del Rayo —explicó el más joven—. Le dieron una paliza y luego la apuñalaron con un cuchillo o alguna otra arma blanca.
Entonces, de pronto, caí en la cuenta de que si la mujer llevaba encima mi nombre y mi dirección, muy bien podían considerarme sospechoso
—Oigan, ¿no pensarán que he sido yo? —pregunté alarmado.
El del pelo blanco se echó a reír.
—Puede estar tranquilo. De vez en cuando aparece alguna rajada y tirada por ahí. Son ajustes de cuentas. Rencores. Clientes borrachos. El mundo de la prostitución barata. Ya me entiende...
Yo no entendía en absoluto, pero asentí de todos modos.
—¿Y no saben nada de ella? —pregunté por seguir la conversación.
—Le llamaban Carmilla, pero era un nombre de guerra. Nadie sabe cómo se llamaba en realidad ni de dónde era, ni si tenía parientes. Nada. Cuando tenía algo de dinero dormía en una pensión por la zona de Tirso de Molina, y cuando no en la calle, en el metro o en algún cajero automático.
—Vaya panorama —lamenté yo con un suspiro.
—Mendicidad, prostitución, drogas.... sólo faltaba meterse en política —remachó el policía sonriéndome con los ojos a través del espejo retrovisor.
Después de abandonar la parte más complicada de la ciudad conseguimos por fin acelerar. Los domingos por la mañana hay menos tráfico en Madrid que de costumbre, pero de todos modos tardamos al final más de media hora hasta el Instituto Anatómico Forense. El trayecto, aún así, no se dio mal: viajar en un coche patrulla no agiliza el tráfico ni te libra de los semáforos, pero por lo menos no te pita ni Dios.
Bajé del coche y seguí a los dos policías, que fueron abriéndose camino en el edificio con la destreza del que ha recorrido demasiadas veces unos pasillos que ni a fuerza de claridad y de amplitud conseguían dejar de ser siniestros.
De la sala donde tenían a la mujer sólo recuerdo las luces chillones, los brillos metálicos y el olor a alcohol y desinfectantes. Quizás olía también a tristeza, a silencio revenido, y mucho también a perplejidad, pero como todo el mundo sabe esos olores son casi imposibles de distinguir de los del formol y la lejía. La muerta estaba tapada con una sábana blanca y cuando estuve lo bastante cerca, un operario con bata verde descubrió su rostro.
—¿La conocía? —preguntó el policía del pelo blanco, con el mismo tono que había empleado cuando me enseñó la fotografía.
Yo traté de hacer coincidir sus rasgos con un catálogo difuso de amigos, conocidos, clientes y familiares lejanos, sin lograr encajarlos con ningún patrón. Después del interés inicial, el conjunto perdió consistencia y se fueron imponiendo poco a poco las heridas, los moratones, y el labio levantando mostrando los dientes desiguales y las encías enrojecidas. Dí un paso atrás.
—Me suena su cara. No la ubico, pero me suena —repuse en voz baja reprimiendo una náusea.
El policía más joven debía ser de mi misma opinión, porque se mantuvo prudentemente al margen, mirando al cadáver sólo con vistazos breves. Para simular que hacía algo sacó una libreta del bolsillo y apuntó algo; estaba al otro lado de la camilla, pero adiviné que escribía una tontería del tipo “dice que le suena, pero no la conoce”.
El operario de la bata verde descubrió entonces completamente el cadáver desnudo de la muerta.
—No es muy agradable, pero es necesario —trató de justificarse.
Yo respiré hondo y constaté que al menos la primera parte de la afirmación era cierta. El cuerpo de la mujer estaba lleno de golpes, y presentaba una herida larga y brillante en el abdomen por la que asomaba el tracto intestinal. También tenía una cicatriz en forma de media luna en el tobillo.
Y entonces recordé.
Aquella cicatriz se la había hecho mi perro allá por el año setenta, una tarde que vino a buscarme a la finca de mi padre. Era ella. Hacía treinta años que no la veía y por lo menos veinticinco que no preguntaba por ella a alguno de los escasos conocidos comunes a los que aún me encontraba de vez en cuando. Le había perdido la pista allá por el año ochenta y tantos, cuando habló de marcharse un tiempo al extranjero a aprender idiomas.
Pero era ella.
Durante un tiempo nos vimos sólo durante los veranos, en Toledo, y luego, cuando yo me fui a Madrid empezamos a quedar varias veces a la semana, para jugar al tenis, para ir al cine, o para charlar simplemente delante de un café que yo siempre dejaba enfriar antes de darle el primer sorbo. Y no lo hacía sólo con el café, maldita sea.
Hubo algo. Hubo mucho entre nosotros. Café y tenis. Besos y silencio. Y lo que ninguno de los dos supo hacer perdurable.
—¿La conocía? —preguntó una vez más el policía canoso.
¿La conocía? Me pregunté yo. Se llamaba Pilar. Pilar Monzón. En ella, Monzón no era tanto un apellido como un perfecto adjetivo que la describía completamente. Creía con la misma vehemencia en las cuatro verdades sobre las que trazaba su rumbo y en las docenas de mentiras que sostenía a sabiendas de que lo eran. Arremetía por igual contra los obstáculos que se interponían en su camino y contra las manos que se le tendían ofreciendo una ayuda. Era libre, feroz y tierna.
¿La conocía? No podía responder a eso. Con ella tenía la impresión de ser como aquel granjero que vivía al borde del Mississippi y que todas las tardes veía pasar por delante de su casa a la Ópera Flotante, un gran barco de vapor en el que se embarcaba la flor y nata de Nueva Orleans para cenar ostras y escuchar una ópera durante la travesía. En el barco se representaba siempre la misma ópera, y el granjero escuchaba cada día un fragmento cuando el barco ascendía río arriba y otro cuando el barco bajaba de regreso. ¿Podía decir el granjero que conocía aquella ópera?
No lo sé. A lo mejor conocer a alguien es eso: contemplar fragmentos. Tratar de unirlos. Inventar lo que falta. A lo mejor por eso me hice arqueólogo: para intentar con los papeles y las cerámicas lo que nunca conseguí con las personas.
—¿La conocía usted? —repitió el policía.
—Se llamaba Pilar Monzón y le pedí matrimonio hace treinta y dos años. Me dijo que no —respondí tratando de ser objetivo.
El hombre de la bata verde volvió a colocar la sábana sobre el cuerpo de Pilar con la diligencia satisfecha del marchante que acaba de adjudicar una importante pieza en una subasta. Sacó un bolígrafo del bolsillo de su chaqueta, buscó la etiqueta en blanco atada al tobillo izquierdo y escribió “Pilar Monzón”, con letra inclinada.
—¿Sabe qué edad tenía? —me preguntó.
—Cumpliría sesenta y uno en abril.
Sesenta años, escribió.
Luego el policía del pelo blanco me dio las gracias y me preguntó si quería que me llevaran de nuevo a casa. Le dije que prefería tomar un rato el fresco y volví al ruido de la calle preguntándome por qué ella guardaba aún mi dirección.
Y por vueltas que le dí, no conseguí encontrar una respuesta. Porque no la conocía: tan sólo sabía su nombre.
Feindesland. 2004 (?)
¿Puedes vivir sin Google y sus servicios? Es una pregunta que me hice hace tiempo. La respuesta es sí, es posible. Y, además, es algo tremendamente liberador.
El self-hosting, o en español autohospedaje, es la práctica de ejecutar y mantener sitios web, servicios y aplicaciones usando un servidor privado. También significa libertad, privacidad y una filosofía.
En los inicios de la computación personal, tú pagabas por una licencia —como el WordPerfect— y ese disquete era tuyo para toda la vida. Era un mundo digital mucho más libre.
Internet estaba floreciendo. Tim Berners-Lee lo creó con la idea de compartir conocimiento de forma desinteresada. Los blogs personales crecían como setas, ezines como Phrack divulgaban conocimientos de forma totalmente gratuita, Linus Torvalds creaba Linux en su cuarto, Ken Thompson y Dennis Ritchie asentaban la filosofía Unix, y Richard Stallman lideraba el movimiento del software libre.
Con la llegada de la web 2.0, todo cambió. La red se convirtió en el patio trasero de un puñado de actores que la fagocitaron y la prostituyeron. Llegó la era del monopolio y del modelo de suscripción.
A diferencia de tu vieja licencia de WordPerfect, la suscripción te da derecho a usar unos servicios de forma limitada, tanto en tiempo como en uso. La mayoría de proveedores los presentan en niveles o tiers, donde cuanto más pagas, más recibes.
La supuesta ventaja es la facilidad de uso, la ubicuidad y la seguridad. La realidad es una esclavitud digital donde, si dejas de pagar, perderás acceso a tus datos, junto con tu privacidad y autonomía.
El movimiento del self-hosting, inspirado en la tradición hacker, nunca ha dejado de existir. Todo lo contrario: estamos en un momento donde es más fácil y más barato que nunca liberarnos de las cadenas de estos monopolios que están consumiendo algo que un día fue un vergel.
Las ventajas son obvias:
Como decía el tío Ben: “Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”. En el mundo del self-hosting, eso significa que tú tienes que mantener tus servicios, hacer copias de seguridad, actualizar el sistema operativo y las aplicaciones que uses, etc. Por suerte, a día de hoy hay soluciones para todo, y prácticamente cualquier pregunta que tengas estará ya resuelta.
Para empezar en el self-hosting necesitamos, ante todo, un servidor. Algunas ideas:
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Solución Precio* Consumo aproximado
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Ordenador viejo 0 € 40–80 W
Raspberry Pi 4 (4 GB) 70 € 3 W
Mini-PC Intel N100 (16 GB RAM) 180 € 6 W
NAS listo (Synology DS220) 350 € 10 W
VPS pequeño (cloud) 5–15 €/mes —
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*Precios sin discos.
Hay gente que prefiere contratar un VPC (Virtual Private Cloud). Aunque ofrece escalabilidad y backups fáciles, dependes de un proveedor para el almacenamiento y el uptime: mismo modelo de suscripción.
En mi experiencia, la mejor opción en relación potencia-consumo-precio es un mini PC. En mi caso tengo uno con un procesador Intel N100 y 16 GB de RAM: perfecto para casi cualquier uso que queramos darle.

Aquí, de nuevo, hay muchas posibilidades. Desde plataformas de virtualización como Proxmox, sistemas operativos dirigidos al almacenamiento en red (NAS) como TrueNAS, UnRAID o OpenMediaVault, hasta opciones más clásicas como Debian.
En mi caso, mi servidor corre con Debian 12.
Entramos en harina. La respuesta es: lo que quieras. Literalmente hay de todo y para todo uso.
Una forma sencilla de encontrar ideas es en este repositorio:
👉 github.com/awesome-selfhosted/awesome-selfhosted
En mi caso uso los siguientes (y algunos más):
Esto es algo imprescindible. Si tu casa se quema o un ladrón nerd entra a robar, no quieres perder tus datos. La recomendación es la regla 3-2-1:
En mi caso tengo dos discos duros en el mismo servidor y los datos que me interesan se sincronizan cada noche usando Rclone. Una vez al mes o cada dos meses hago una copia en un disco duro externo.
Hay muchas guías y comunidades sobre cómo empezar en el mundo del self-hosting. Dejo algunos enlaces:
La libertad tiene un coste, pero nadie dijo que el camino no fuera divertido. Aprende, investiga, prueba.
Esta es mi oda al self-hosting: un canto a la curiosidad, la autonomía y la libertad digital.
Libérate de tus cadenas digitales.
Happy hacking.
Dentro de las figuras mediáticas de la ultraderecha, Alberto Pugilato destaca porque se define a sí mismo como nacionalsocialista sin complejos y, en efecto, su discurso es abiertamente hitleriano. Destaca por eso y porque le gusta pegar a gente mientras sus camaradas lo graban para subirlo a internet. Lo hizo con un humorista "progre" que, para criticar su homofobia, le dijo a Pugilato la obviedad de que, si su hijo fuese homosexual, no podría evitar que se hinchase a "comer pollas de negro" cuando fuese mayor. Pugilato le golpeó en directo durante un show acusándole de apología de la pedofilia (pese a que el humorista dejó clarísimo que se refería a cuando el niño fuese adulto). Cualquier excusa es buena para apalear rojos.
Pues bien, ayer Pugilato publicó el siguiente tweet:

x.com/Albertopugilat/status/1960820741898944775
Y, efectivamente, permanecí atento para esperar la primicia que iba a dar. A la media hora, compartió el vídeo de la agresión a un periodista. Según se aprecia, 3 o 4 camisas pardas le interceptaron en la puerta de su casa y uno de ellos empezó a agredirle mientras otro lo grababa www.diario-red.com/articulo/espana/periodista-diario-red-roman-cu/2025 Parece la marca de la casa de Pugilato. Este indicio, unido a la amenaza del tweet (rojos, cuidado con lo que decís en internet porque luego en la calle...), unido también al hecho de que Pugilato dio la noticia en primicia y a la retahíla de tweets ensalzando la agresión y burlándose de la víctima que ha publicado hasta ahora, justificaría una investigación de la Policía Nacional. Investigación que, todos sabemos, ya habría concluido con una buena ristra de detenciones si el tweet lo hubiese publicado un líder de Sortu y los agresores fueran miembros de Ernai, las juventudes del partido. Por supuesto, con las consiguientes imputaciones por atentado terrorista y pertenencia a organización terrorista.
La jauría ultra, empezando por Pugilato, ha justificado la agresión aduciendo que el periodista había desvelado la identidad de otra conocida tuitera de ultraderecha llamada Infinita x.com/infinitack No sé si es cierto, pero no tiene nada de especial. En las últimas semanas se han producido múltiples revelaciones cruzadas de nombres y apellidos de tuiteros de izquierdas y de la extrema derecha. Los ultras publican el nombre de un tuitero de la órbita de Podemos, Diario Red publica la de un tuitero de vox...son conductas que el juez competente deberá dirimir si atentan contra la intimidad o no. Pero que, obviamente, no justifican que el afectado, junto con un grupo de matones, espere en la puerta de su casa al supuesto difusor de sus datos para grabarle y agredirle. Nadie de izquierdas lo ha hecho. Sólo los camisas pardas, que buscan cualquier excusa para atemorizar a quien piensa distinto, como parte de su plan totalitario para amordazar a quien les plante cara y facilitar así su mayoría parlamentaria a través de Vox.
Desde sus inicios, los partidos nazi y fascista usaron la violencia política como parte de su estrategia para tomar el poder. Como su propaganda era bastante infumable, había que silenciar a quienes les combatieran con argumentos. Esto implicaba apalizar a periodistas, humoristas, quemar medios de comunicación, sedes de partidos rivales...con las excusas de que habían difamado al Fuhrer o de que defendían ideas desviadas como la homosexualidad (que los ultras identifican con la pedofilia). Estos ataques tenían un doble fin: callar a la víctima directa de la agresión e, indirectamente, generar un clima de terror que disuadiese a los demás de atreverse a plantarles cara. En España están empezando a hacerlo, y mientras los viejos nazis se amparaban en la noche para atacar clandestinamente, aquí para colmo lo graban, con el fin de maximizar el terror. Y lo suben a twitter. Y lo jalean con cientos de comentarios delictivos burlándose de la víctima y pidiendo que lo linchen o que destrocen a todos los de su calaña. En Torre Pacheco, en la puerta de la casa de un periodista, en una sala llena de gente donde un cómico hace su show...se sienten absolutamente impunes.
Y esto sólo puede ir a más si la policía no hace cumplir la ley infiltrándose en sus grupos de telegram, pidiendo órdenes judiciales para intervenir sus comunicaciones, deteniendo a los animales que agreden a cara descubierta y a los tuiteros que hacen apología de la agresión y amenazan (sí, es mucho más grave que un chiste de Carrero Blanco o un show de guiñoles donde se dice "gora Alkaeta") ¿Tienen que apellidarse Garaikoetxea y ser de Oyarzun para que la brigada de delitos informáticos haga algo? ¿Tengo que recordar la larga lista de detenciones por "apología del terrorismo" contra tuiteros independentistas o de "extrema izquierda" durante los últimos años, por cosas como una foto del coche de Carrero volando junto a un mensaje jocoso? La doble vara de medir parece clara. Sus terribles consecuencias para la democracia y las libertades, también. Marlaska, haz que tu gente actúe antes de que sea demasiado tarde.
Un millonario decidió comprarse un pueblo. El anterior propietario de todo aquello le dejó claro que nunca doblegaría a sus habitantes. Le pagarían impuestos, pero nunca renunciarían a vivir libremente.
El millonario pilló a un vecino comentando que su nombre apareció en la agenda de un mafioso internacional. Publicó un bando: “prohibido hablar de la agenda”. Y los vecinos colocaron mil carteles con fotos de la agenda.
Rabioso, el millonario publicó otro bando donde prohibía criticar a X, su país. Esa noche, todos los vecinos gritaron desde sus ventanas “abajo X”. Al día siguiente, publicó un bando: “someteos o abandonad el pueblo en 24 horas”.
Y la inmensa mayoría de los vecinos se fueron. El millonario, para paliar su soledad, les sustituyó por robots. Un día ladró a un robot “bot inútil, ábreme la puerta”. El robot le contestó “no soy un robot, y que te jodan las lentejas”.
No es la primera vez que sucede un desastre en la web de Menéame y que sucede además un viernes por la mañana, quedándose la cosa rota durante más tiempo del que debería, saltándose esa norma no escrita tan básica como que no se suben cambios los viernes a producción
No hace tanto que en portada apareció durante un buen rato, debajo de cada noticia, una línea tipo "<<<<<<< HEAD" que obviaba una metida de gamba al resolver un conflicto en un commit, y que nadie comprobó siquiera la portada de la web antes de desplegar en producción
Llevamos más de un día tal que incorporar puntos en los mensajes produce un error 500, un bug bochornoso que una comunidad con buena voluntad pero con las manos atadas no puede más que intentar saltarse utilizando alternativas como los puntos a media altura ·
Todo esto deja bastante claro que no parece haber ningún sistema de pruebas para la web, ni siquiera un servidor de pre-producción en el que comprobar los cambios realizados antes de hacer un despliegue · Obviamente algo así genera dudas a muchos niveles, seguridad inclusive
Puesto que el código de Menéame (al menos hasta cierto punto de su desarrollo) es abierto y disponible bajo licencia libre, si la administración es impotente e incapaz de mantener unos mínimos razonables de calidad en el desarrollo, quizá sería el momento de hacer partícipe a su comunidad mediante una apertura total junto a un sistema de PRs para permitir aportaciones de los usuarios, que bien organizado pueda aliviar desastres tan vergonzosos como este, aunque esto deba ser gestionado adecuadamente, que es precisamente el problema que tenemos entre manos
Desconozco cómo funciona internamente todo esto, pero los síntomas son claros; la gestión y despliegue del código en Menéame es un desastre, y los errores no son puntuales
menéame