Ni el Papa, ni el excanciller de Alemania, ni el presidente de la Conferencia Episcopal. Tampoco el grupo de intelectuales franceses, entre los que se encontraba Sartre, que pidieron a través de un manifiesto que no se ejecutara a los condenados a muerte. Nadie pudo convencer a Francisco Franco. El dictador ya había decidido morir tal y como llegó al poder: asesinando. Aquel 27 de septiembre de 1975 cinco hombres fueron fusilados al alba. Otros seis, también condenados a muerte, salvaron la vida horas antes de la llegada del amanecer.
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