Mis vacaciones perfectas eran sobre dos ruedas. Unas veces recorriendo los caminos del pueblo en busca de aventuras; otras, huyendo del cinturón de don Ignacio, el hortelano, cuando nos descubría devorando sus sandías. Eran el delicioso sabor de tortilla recién cocinada, del helado almendrado en la piscina y la rebanada de pan con aceite de oliva que mi abuela nos preparaba todos los días para merendar.
Cuando enfermó y tenía tratamiento en la ciudad, nos la dejaba en la alacena junto a una nota: “Pan y oro para mis tesoros”. —Siempre tuvo una vis cómica—.
El día de su funeral, busqué refugió en la alacena para llorar tranquilo. Allí contemplé varias cazuelas de pan con aceite, junto con una nota: “Oro y pan duro para el futuro”. —Siempre tuvo esa vis cómica—.
Lágrimas y risas se entremezclaron confusamente mientras merendaba, en aquel último verano de mi niñez.