Aún resuena en mis oídos el Confiteor Deo que, con el fuerte acento que nunca pierden los franceses, pronunciaba el sacerdote al comienzo de la misa en la vistosa capilla sita en la calle de Bruc, hoy desaparecida, que tenían unos padres maristas venidos del vecino país, a la que acudía en mis años mozos para reunirme con mis compañeros escultistas. Su latín sonaba muy distinto del que salía de los labios de un oficiante patrio, aunque evidentemente las palabras fueran idénticas.
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