
Esta parte del "relato corto" (muchas comillas) viene de aquí y en este orden, primero aquí:
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El lunes la sucursal del banco estaba alborotada, se habían formado dos bandos definidos e irreconciliables sobre la desgracia del hombre en la pasarela. Unos tachaban al Ayuntamiento de no haber construido un puente mucho más fiable y menos estético. Otros destacaban la imprudencia de esa persona en un momento así para hacer una maldita foto.
Juan estaba ensimismado pensando en las labores de limpieza en el cauce. No podía quitarse de la cabeza el poder ver el momento exacto del descubrimiento de su paquete. Le encantaría estar ahí y ver sus caras, pero no podía ser, ya había ido demasiadas veces a la zona, aunque era un área de paso y mucha gente transitaba por ese puente, tanto andando como en coche.
-Juan, ¿tú qué opinas? –le preguntó el otro cajero de ventanilla.
-¿Sobre qué? –respondió Juan intentando ser sociable.
-Coño, que el tío fue un imbécil, como tantos otros que palman haciéndose “selfies” y gilipolleces varias sólo por unos “likes”.
-¿Quién, el de la pasarela?
-Claro, quién va a ser, joder, siempre estás en las nubes... –dijo la subdirectora de la oficina, pasando con unos papeles delante de las ventanillas de atención al público-. Si hubieran hecho una pasarela como Dios manda, esto no habría pasado.
-A veces, las cosas pasan porque sí, sin razón aparente ni motivo –respondió lacónico Juan.
El timbre de petición de apertura de puerta exterior sonó, Juan le dio al botón correspondiente y una clienta entró. Todos guardaron silencio, dejando sus discusiones para otro momento.
Mientras atendía a la señora volvió a mirar las cajas de los clips, ahora ordenados, metálicos por un lado y de colores por otro. Respiró aliviado como si el mundo volviera a tener sentido, con una sonrisa le indicó a la mujer que esa operación la hiciera mejor desde el cajero. Órdenes de Dirección. La señora, que podría tener más de setenta años, lo miró con cara de no entender nada. Juan añadió que debería usar la aplicación del banco en el móvil, que todo era más fácil así. Sin mediar palabra, la señora enseñó su teléfono, un “tontomóvil” de marca irreconocible.
La mañana pasó entre clientes cabreados por algún error bancario, usuarios con peticiones imposibles, y repeticiones de una de las frases mágicas: “Normativa del Banco Central”, esa consigna que era una mezcla de comodín de todo y de nada y motivo de muchos enfados.
Cuando terminó su horario laboral, varios compañeros dijeron de ir a tomar algo en la “otra oficina”, un bar dos portales más allá de la sucursal bancaria. Juan nunca iba con ellos. Demasiado esfuerzo le costaba fingir ser relativamente sociable.
En coche, de vuelta, resistió el acuciante deseo de pasar por el puente y ver cómo iban los trabajos. Si habían comenzado a las ocho de la mañana ya tendrían bastante avanzados los trabajos de limpieza. ¿Incluiría la tala de arbolitos, cañas y maleza?
Cuando llegó a casa, miró la lista culinaria y se dio cuenta de que el fin de semana no había preparado nada. Se estremeció al pensar que hoy tenía planificado albóndigas en salsa, brócoli en ensalada y flan. Nada de eso estaba preparado. Nervioso, se comió un trozo de pan con embutido y un helado que languidecía en el congelador desde meses atrás.
Tras recoger la mesa, fue al canasto de la ropa sucia y rescató la ropa de aquella noche. No recordaba si llevaba camisa azul o la de cuadros verdes y negros. Se esforzaba en hacer memoria pero temía inventarse el recuerdo. Cogió el pantalón tejano que sí llevaba y lo metió en una bolsa de basura, luego las dos camisas. Se quedó mirando la ropa restante del canasto, sopesando si toda estaría “contaminada” con algún posible resto. Sin pensarlo más sacó toda la ropa sucia y la metió en la bolsa. De nuevo sus ojos se quedaron petrificados mirando el propio canasto ahora vacío. Fue a su taller, cogió la maza y machacó la cesta de la ropa hasta dejarla destrozada y casi plana para que cupiera en otra bolsa de basura. Más relajado, sacó las bolsas al jardín para tirarlas en otro momento.
Conectó el portátil y navegó por las noticias en el mismo orden de siempre. Para disimular si ese alguien invisible estuviera controlando sus movimientos en la red, hizo clic en la publicidad de un nuevo restaurante mexicano, en una nueva serie de animación de un canal de pago y en un nuevo modelo de coche híbrido asiático.
En un periódico local, en portada: “Margarita Martínez de 73 años, desaparecida de la Residencia Luz de Luna”. Juan notaba cómo el azar estaba jugando con la realidad de un modo que no sabía interpretar. ¿Esto era bueno para él? ¿Podría complicarle las cosas? ¿Más medios regionales para estas búsquedas? ¿O difuminaría los esfuerzos policiales? Miró con detalle la foto de la mujer con el rótulo de: “DESAPARECIDA” y sus datos para identificarla. Parecía feliz, sonriente y sin mucho maquillaje. “La mujer, que necesita medicación, salió voluntariamente de la residencia. En el momento de su desaparición llevaba chaqueta azul y pantalón negro. Mide 1’68, es de complexión gruesa y tiene el pelo canoso. Se pide la colaboración ciudadana”.
Colaboración ciudadana. Sólo en su localidad de unos 70.000 habitantes había varias residencias de ancianos y en las localidades cercanas otros tantos, no parecía que fuera nada extraño el caso de esta mujer, sólo que ahora prestaba mucha más atención a estas cosas. Se decía fríamente.
Buscó más noticias sobre la limpieza del cauce y no encontró nada, tan sólo una minúscula nota de prensa del comienzo de los trabajos acompañada de una foto donde se veía una pequeña excavadora y varios trabajadores con casco y chalecos reflectantes. Típica foto tomada por un desganado reportero gráfico. Posiblemente mal pagado y mal considerado. Seguro que le habrían insistido en que se vieran claramente los chalecos con el rótulo del Ayuntamiento.
Esa tarde tiró las bolsas con los restos de ropa y canasto en contenedores diferentes y alejados, ya le parecía una costumbre ritualizada desde años atrás, la asumía como algo normal. Fue al vivero a comprar tierra y semillas de césped. No había de la clase que ya tenía en el resto del jardín. Así que compró otra variedad ante la insistencia del vendedor de que su tipo de hierba ya no tenía distribuidor.
Dejó los sacos en el jardín y se dispuso a cocinar todo lo que el fin de semana no había hecho. Puso la radio de la cocina en un canal de noticias. Mientras, preparaba unas albóndigas y hacía un sofrito de tomate y cebolla, caramelizaba más cebolla en otra sartén para otro plato.
La locutora de ese informativo anunciaba que el Ayuntamiento había habilitado una página web para que la población pudiera registrar posibles incidencias relacionadas con la limpieza viaria del municipio. De esta manera se establecía una nueva vía de comunicación directa entre el Consistorio y los vecinos y vecinas. Juan se giró hacia la radio y se le escapó un sonoro: “¡Venga ya!” O el azar estaba haciendo muchas horas extras o el mundo se había confabulado contra él. A cuento de qué venían ahora con esa web, las calles estaban limpias, aparte de algunos muebles viejos abandonados cerca de los contenedores, la ciudad no necesitaba de esos “policías de la basura”. Casi se dió un corte en el dedo mientras picaba cebolla. La cortinilla musical dio paso a un anuncio de “Detergente Mariángeles, limpieza total de las manchas más difíciles.” Ahora Juan sí que se dió un corte en el dedo. La paranoia estaba llegando a límites absurdos. Fue al baño y se lavó con jabón el corte y se puso una tirita. Se fijó en la marca del jabón de manos: “Viuda de la Maza”. Incrédulo, volvió a mirar de nuevo el rótulo horadado en la pastilla: “Viuda de Itaza”.
Al volver a la cocina se le habían pasado las albóndigas de fritura y humeaban al fuego. En la radio entrevistaban al amigo de la desaparecida Ana Ferrer. Apagó el fuego y se sentó en el taburete a escuchar con atención.
-Estamos con Juan José González, amigo de la mujer desaparecida Ana Ferrer. Hola, Juan José.
-Hola.
-¿Cómo estás viviendo estos días lo sucedido con Ana?
-Pues muy preocupado, la verdad, ya he hablado con la Policía y les he contado todo lo que sé.
-¿Qué puedes contarnos, ya que suponemos que hay informaciones que no puedes divulgar?
-Habíamos quedado en casa para organizar unas vacaciones en Suecia... planificar hoteles, vuelos, comidas, esas cosas... Íbamos a ir a Malmö también porque ella es muy fan de la serie “Bron/Broen” y quería... –se le quiebra la voz.
-Tranquilo, Juan José.
-Pues eso, que nunca llegó a casa, vivo al final de la calle Águila Martínez...
Juan se quedó helado al oír el nombre de la calle. Su calle. Imposible. De todo punto imposible. Por eso la mujer iba caminando calle abajo cuando pasó delante de su puerta.
-...Nunca llegó, me llamó sobre las diez de la noche más o menos diciendo que venía ya para acá. Y luego, nada.
-¿Qué le ha dicho la Policía?
-Poca cosa, son muy reservados. Les dije que estaba solo en ese momento, que si buscaban que yo tuviera una coartada o algo así, que no tenía, estaba solo en casa esperándola. Pero que jamás, nunca, jamás le haría daño a Ana. Jamás.
Juan seguía en estado de conmoción. Un sudor frío le recorría la nuca. Hasta que la mente fría se impuso. Debía dar un paseo.
Dos horas de paseo hasta la cena, ni siquiera había mirado qué tenía planeado en la lista. Tenía claro que no pasaría por el cauce, reunió todas sus energía mentales para evitar pasar por allí. Fue calle abajo, buscando de algún modo difuso dónde podría vivir el amigo de la mujer. Había casas con jardines más elegantes, con rosales y buganvillas, otros más modestos con macetas de crasas, otros con el suelo enlosado para usarlos de garaje de coche pequeño. No podía deducir de ninguna manera quién podría vivir en cada casa. Estaba llegando al último número de la calle cuando se fijó que uno de los cordones de las zapatillas se había desanudado. Se agachó para atarlos cuando una idea le golpeó de repente, algo que iba rebotando en su cabeza de un lado para otro, resonando entre recuerdos difusos. Las zapatillas. Eran las mismas que había usado aquella noche. No podía correr el riesgo de que pudieran tener algún resto microscópico. Se dio la vuelta y volvió a casa.
Abrió el zapatero y buscó otras zapatillas de deporte, unas viejas que apenas usaba. Se quitó las que llevaba puestas y las metió en una bolsa. ¿Debía lavarlas antes? Las sacó y las puso en el bidé, después echó un buen chorreón de lejía y las cubrió con agua caliente. La semana que viene tendría que comprar zapatillas nuevas. Odiaba la zapatería que había a un paseo de su casa, estaba regentada por el típico vendedor que a cualquier pregunta te respondía con otra pregunta o con alguna corrección técnica que no venía a cuento.
Reflexionó sobre el hecho de que si a estas alturas aun seguía viendo huecos en su plan, algo no estaba haciendo bien, las docenas de pequeños detalles que estaba pasando por alto le ponían nervioso y aumentaban la paranoia, una obsesión que siempre había sido un arma para él y que ahora parecía estar fuera de control. Debía volver a recomponer su sistema, sus mecanismos, su perfecta relojería mental.
Miró la hora y se dispuso a cenar. Azar. No tenía nada preparado de la lista de comidas. Con lenta parsimonia cogió el cuadrante semanal, pegado con imanes a la nevera, y lo rompió en pedazos muy pequeños, tirándolos a la basura. Azar. Miró la nevera. Huevo cocido y un poco de atún en lata, con mayonesa de curry. Fruta. La que había en el frutero, manzanas.
Tras cenar, se acercó al jardín, encendió la luz del patio y comenzó a arrojar tierra en el hueco que había dejado, haciendo una cama que permitiera echar las semillas del césped nuevo. Eran las once de la noche cuando terminó de dejar listo el jardín. Oyó ladrar al mini perro de la señora colorida. Abrió el portón y allí estaba, en la otra acera, dejándole hacer sus cosas en la valla del solar de enfrente. Pantalón ajustado a sus anchas caderas de color naranja y amarillo, camisa suelta de color verde y dorado y pulseras varias de color arcoíris. Ella se giró, lo miró y siguió su camino tironeando del chucho.
Eran las doce cuando entró en la ducha. Durante años estuvo tentado de quitar los espejos del cuarto de baño, de toda la casa. Evitando mirar las cicatrices de los pechos, en el pecho izquierdo en la parte inferior del pezón y en el derecho en la zona superior. Tuvieron que operarle de adolescente para volver a colocar esa parte del cuerpo, tenía una deformidad al nacer que hacía que uno estuviera arrugado y fuera de simetría y el otro pezón mucho más alto de lo normal. No era estética, podría afectar a la columna vertebral, decían, y de ahí la operación. Con los años, aceptó verse en el espejo.
Se puso el pijama y sonó el teléfono fijo. Desde el dormitorio, descolgó el auricular. Sabiendo que sería su padre.
-Hola –dijo en tono neutro, casi gélido.
-Tu madre ha entrado en coma...
-Vale.
-Los médicos no saben qué puede pasar, ni si saldrá del coma o no y los daños... y... –con la voz temblorosa.
-Vale.
-Juan, es tu madre.
-Lo sé.
-Bueno, voy a ver si ceno algo, me quedo aquí de guardia...
-Vale.
Juan colgó y se dispuso a dormir. Esa noche durmió de un tirón y sin recordar pesadillas, las tuviera o no. Lo que no se recuerda, no existe.
La mañana clara y soleada se colaba por la ventana de su dormitorio. El lento cambio de estaciones le generaba desconcierto, aunque últimamente el orden que se había impuesto se estaba resquebrajando hacia un mundo desconocido para él. Sabía improvisar pero dentro de un orden, el suyo. Aceptaba el azar como una coordenada más, aunque improvisar sin organización previa le parecía demasiado primitivo.
Para el desayuno miró lo que tenía en los armarios de cocina y en el frigorífico. Pan tostado con mantequilla y un café. Era temprano, así que fue directamente a leer las noticias. Ansia y curiosidad mezcladas daban una combinación extraña en Juan, una sensación nueva para él.
Nada en portada que a él le sirviera para algo. “Marta Bejarano, concejal, encara el miércoles nueva cita con la jueza Rosa Peinadora tras su decisión de que el caso acabe en un tribunal con jurado.” Para Juan esto era como ver el fútbol, ni le interesaba, ni entendía cómo le podía interesar a nadie. Para su socialización debía conocer las rivalidades futbolísticas locales, nacionales e internacionales, y así poder contestar a las preguntas sobre el último partido o a las decisiones de los entrenadores. Aburrido. Siguió mirando la prensa, leyendo en diagonal. Nuevas noticias sobre el calentamiento global, un robo en una gasolinera a punta de pistola, un artículo sobre los microplásticos y el horóscopo, que últimamente parecía volver a estar de moda. “¿Desde cuándo?” Se preguntaba sin saber la respuesta. Hizo clic en su signo: “Hoy tendrás el corazón a flor de piel. Dedicarás esfuerzos a resolver problemas en diferentes áreas. El peligro es que te quedes atrapado en el aspecto mental de las cosas. El aspecto en juego de hoy te recuerda la importancia de tus emociones.” Basura aleatoria que tampoco entendía cómo podía motivar a nadie, lo mismo que el deporte televisado o visto en el campo. Absurdo. Emociones ajenas.
El día de trabajo pasó a toda velocidad, y cuando se quiso dar cuenta ya estaba en el coche de vuelta a casa, uno de esos días donde el tiempo no significa nada y sólo había un instante de conciencia a la entrada del banco y otro a la salida. Ese día no puso la radio y se pasó el camino tarareando una canción infantil: “¿Quién le tiene miedo al lobo, miedo al lobo, miedo al lobo. ¿Quién le tiene miedo al lobo? Que lobo será... Que looobooo seeeraaaá... Nana-na-na, na, na, na, naaa, na...” Tarareaba pensando en lobos temerosos y humanos mata lobos. Al llegar a casa, vio que no tenía aparcamiento cerca, así que dió una vuelta y terminó aparcando al final de su calle. Una reportera con un micrófono entrevistaba a un hombre en la treintena en la puerta de una casa, suponía que su casa. ¿Podría ser el amigo de la mujer? Podría. ¿Podrían estar los periodistas buscando carne fresca en otros vecinos? Carne fresca, qué gracioso, pensó. Suspiró y se bajó del coche, sin mirar la escena.
Ya en casa, fue directamente al portátil. Se había dejado el cable conectado al router. Imposible. ¿Habría muerto ya su madre? ¿Seguiría en coma? Sólo le quedaban dos manzanas en el frutero y ya no tenía lista semanal de comidas. Debía comprar zapatillas nuevas. Por puro enfado consigo mismo, desconectó el cable y no miró las noticias.
En la cocina preparó huevos fritos, arroz hervido y una ensalada con remolacha y cebolla. De postre, manzana. Debía ir a la verdulería, pero al mercado sólo se iba los sábados. Quizás podría ir al supermercado que había a diez minutos andando desde casa. Un lugar pestilente de una cadena provincial a precios imbatibles y calidades insoportables. El “nuevo” Juan podría intentar ir a comprar allí.
La noche antes de beber la medicina, soñé que me ahogaba en un río de tinta.
Esto es lo que no te dicen sobre el sufrimiento: que eventualmente te vuelves adicto a tu propia agonía. Que el ego, esa entidad fantasmal que habita el espacio entre quiénes creemos ser y la nada que realmente somos, se alimenta tanto del dolor como del placer. Que después de suficiente tiempo, ya no sabes la diferencia entre existir y defenderte de la existencia.
Durante años viví como un hombre que construye murallas. Cada logro era un ladrillo. Cada mentira, argamasa. Cada acto de generosidad calculada, un torreón desde el cual observar mi superioridad. Mi belleza, mi inteligencia, mi sensibilidad artística... todo lo que podría haber sido simplemente parte de mí se convirtió en munición para la guerra interminable contra mi propia insignificancia.
La doctrina budista tiene una palabra para esto: dukkha. Occidente la traduce como "sufrimiento", pero esa traducción es demasiado pequeña, demasiado limpia. Dukkha es el roce constante de un hueso dislocado. Es la sed que nunca se sacia. Es el sabor metálico del miedo que acompaña cada respiración cuando vives creyendo que eres algo que debe ser protegido, alimentado, perpetuado, cuando vives creyendo que "eres“.
Mi padre murió un martes.
Los budistas hablan del anicca, la impermanencia. Todo lo compuesto se descompone. Todo lo que nace, muere. Pero cuando tu padre deja de respirar en una cama de hospital mientras tú sostienes su mano, el concepto se vuelve carne. La impermanencia deja de ser filosofía y se convierte en el sonido de un monitor que emite un tono continuo, la temperatura decreciente de la piel, el peso imposible de la ausencia.
Después vinieron las otras pequeñas muertes: el trabajo que se evaporó, el dinero que nunca llegó, el cuerpo que comenzó a traicionarme con síntomas que ningún doctor podía nombrar. Me convertí en un hombre hecho de polvo mantenido junto solo por el hábito de la cohesión.
Y aún así, el ego persistía. Incluso en la ruina, especialmente en la ruina, se aferraba más fuerte. "Mira cuánto sufro", susurraba. "Mira lo especial que es mi dolor."
La neurociencia moderna ha descubierto algo extraordinario: que el cerebro tiene una estructura llamada Red Neuronal por Defecto, un sistema que se activa cuando no estamos enfocados en tareas externas. Es el autor de la narrativa del yo, el guionista que convierte el caos de la experiencia sensorial en la telenovela coherente que llamamos "mi vida". Es la voz que comenta, juzga, compara, planea, recuerda, lamenta.
Cada noche, cuando nos hundimos en el sueño profundo, esta red se silencia. Por unos minutos preciosos, el narrador abandona el teatro. La obra continúa sin protagonista. Pero ocurre en la oscuridad, sin audiencia, y al amanecer el actor vuelve al escenario sin recordar que alguna vez existió algo más allá del papel que interpreta.
La ayahuasca no es iluminación en una botella. Es demolición líquida.
La ceremonia ocurrió en una casa a las afueras de la ciudad, un lugar donde las luces de la civilización aún eran visibles pero ya no importaban. Doce extraños sentados en círculo, cada uno cargando su propio peso de desesperación sin nombre. El curandero -un hombre cuya edad era imposible de determinar- sirvió el brebaje en pequeñas copas de cerámica. Sabía a tierra, a muerte vegetal, a todo lo que las ciudades nos enseñan a olvidar.
"Esto te mostrará lo que necesitas ver", dijo. "No lo que quieres ver."
Treinta minutos después, el mundo se desintegró.
La dimetiltriptamina, el principio activo de la ayahuasca, es la única sustancia psicodélica que el cuerpo humano produce naturalmente. Está en tu cerebro ahora mismo, en cantidades traza. Algunos investigadores creen que se libera en grandes cantidades durante el nacimiento y la muerte, que químicamente hablando, nacer y morir se sienten exactamente igual. Que quizás todo lo que llamamos "vida" es solo el espacio entre dos experiencias de DMT.
Cuando la molécula inundó mi cerebro, no experimenté visiones celestiales o encuentros con entidades cósmicas. Experimenté algo mucho más aterrador: la verdad.
Vi cada vez que había elegido la imagen sobre la autenticidad. Vi la pornografía no como placer sino como anestesia, el onanismo como un intento desesperado de tocarme a mí mismo porque nadie más podía alcanzar al hombre detrás de la máscara. Vi mi generosidad como chantaje emocional, mi inteligencia como un muro, mi dolor como vanidad. Vi que había construido una persona entera a partir de reacciones, que "yo" era solo un contrato social sostenido por el miedo a la disolución.
Los budistas llaman a esto anatta: no-yo. No que no existas, sino que no existes de la manera que crees. Que la sensación de ser un sujeto sólido, continuo, separado, es una ilusión cognitiva, un truco de la conciencia tan convincente que pasamos vidas enteras sin cuestionarlo.
Durante cuatro horas, ese truco dejó de funcionar.
Vomité. Lloré. Grité en idiomas que no conozco. En algún momento, dejé de saber dónde terminaba mi cuerpo y dónde comenzaba el suelo. El curandero cantaba ícaros -canciones medicina- pero sonaban como si vinieran desde dentro de mi propio cráneo.
Entonces llegó el momento que no tengo palabras para describir.
El "yo" simplemente... cesó.
No me disocié. No me desmayé. La conciencia permaneció, más brillante y más vasta que nunca. Pero el punto de vista, la sensación de que había alguien experimentando la experiencia, se evaporó. Era como si toda mi vida hubiera estado mirando el mundo a través de un caleidoscopio, y de repente alguien había quitado el tubo y todo era solo luz, sin fragmentación, sin intermediario.
Los místicos cristianos lo llaman unión mística. Los sufíes: fana, aniquilación. Los budistas zen: kensho, ver la naturaleza verdadera. Pero todos están apuntando al mismo territorio inefable: el momento en que el mapa del yo se quema y descubres que nunca fuiste el cartógrafo. Siempre fuiste el territorio.
No sé cuánto duró. El tiempo había dejado de ser lineal. Pero eventualmente, como una marea, el ego regresó. Excepto que ahora sabía -no creía, sabía- que era una construcción. Útil, quizás necesaria para funcionar en el mundo, pero no más real que un personaje en una obra de teatro.
Los días que siguieron fueron un naufragio en cámara lenta.
La integración -el proceso de tejer la experiencia psicodélica de vuelta a la vida ordinaria- es donde la mayoría de las personas fallan. Tienes el destello, el kensho, y luego regresas al mundo que te exige ser alguien: un trabajador, un hijo, un ciudadano, una identidad. El ego no muere fácilmente. Se reagrupa. Negocia. Incluso trata de apropiarse de la experiencia: "Mira, tuve una experiencia espiritual. Ahora soy aún más especial."
Pero algo en mí estaba roto de una manera que no podía ser reparada. O quizás algo estaba reparado de una manera que no podía ser rota nuevamente.
Durante semanas, caminé en niebla. Perdí grandes franjas de memoria. Personas me contaban historias sobre "nuestro pasado" y sonaban como anécdotas sobre un extraño que compartía mi nombre. No era amnesia en el sentido clínico. Era más como si el pegamento que había sostenido la narrativa de "mi vida" se hubiera disuelto, y los eventos ahora flotaban libremente, sin dueño.
Los neurocientíficos que estudian experiencias místicas han descubierto que pueden causar lo que llaman "interrupción de la continuidad autobiográfica". El sentido de ser la misma persona que ayer, que hace diez años, se basa en redes cerebrales específicas. Cuando esas redes se interrumpen —por meditación profunda, por psicodélicos, por ciertos tipos de trauma— la historia del yo puede fragmentarse, reescribirse, o simplemente dejarse ir.
Entonces, un martes sin importancia, mientras preparaba café en mi cocina, me rendí.
No fue dramático. No hubo decisión consciente. Fue más como exhalar después de contener la respiración durante décadas. El esfuerzo de mantener la persona que había sido simplemente... se detuvo.
Aquí está la cosa extraña sobre la rendición: parece la muerte pero se siente como nacimiento.
Las conductas que habían definido mi existencia -la pornografía, el onanismo compulsivo, la búsqueda desesperada de validación externa- simplemente dejaron de interesarme. No por fuerza de voluntad o represión, sino de la misma manera que dejas de jugar con juguetes de niño. No porque los juguetes sean malos, sino porque has superado la etapa en la que proporcionan lo que necesitas.
Hice algo aún más extraño: comencé a inventar historias falsas sobre mí mismo. Le conté a amigos que había visitado prostíbulos, que había tenido problemas con el alcohol ... cosas que nunca sucedieron. Cuando me preguntaban por qué mentía, no podía explicarlo excepto diciendo que la perfección percibida se sentía como otra prisión. Que si la gente me veía como inmaculado, estaban viendo otro ego, solo que uno más pulido. Y yo quería ser visto como lo que realmente era: nadie en particular. Ordinario. Humano. Imperfectamente real.
Los budistas tienen un concepto llamado upaya, medios hábiles. A veces, para liberarte de una trampa, necesitas una trampa más grande. A veces, para matar al ego espiritual, necesitas profanar la imagen que otros tienen de ti. Incluso si eso significa mentir sobre quién eres para acercarte a no ser nadie.
Hoy, dos años después, vivo en la extraña tierra entre mundos.
Grandes secciones de mi pasado están ahora envueltas en bruma. Miro fotografías de "mí" en eventos que "asistí" y siento la distancia que se siente al mirar fotos de tus abuelos jóvenes. Reconocimiento sin identificación. La sensación de "eso sucedió", pero no "eso me sucedió a mí".
¿Es esto una pérdida? Los neurólogos podrían llamarlo disociación. Los psicólogos podrían preocuparse por fragmentación. Pero el camino budista no tiene como objetivo la preservación del yo. Tiene como objetivo ver a través del yo. Ver que el prisionero y el carcelero son la misma ficción. Que la puerta de la jaula siempre estuvo abierta porque nunca hubo jaula, solo el hábito de actuar como si la hubiera.
No recomiendo la ayahuasca. No recomiendo ningún camino particular. Los budistas tradicionales dirían que tomé un atajo peligroso, que el verdadero despertar viene de décadas de meditación disciplinada, no de una noche de química cerebral alterada. Y tienen razón, hasta cierto punto. El DMT puede romper el ego temporalmente, pero no te enseña cómo vivir sin él. Esa es la obra de toda una vida.
Pero tampoco me arrepiento. A veces necesitas que tu mundo explote para darte cuenta de que está hecho de escenografía. A veces necesitas morir para descubrir que la muerte es solo otra historia que el ego cuenta sobre lo que no puede controlar.
Esta mañana, preparé café nuevamente. Vi el vapor elevarse de la taza, sentí el calor atravesar la cerámica hacia mis palmas. Y por un momento, solo un momento, no había nadie allí para tener la experiencia. Solo la experiencia misma, autoconocida, sin observador. Luego el "yo" regresó, como siempre lo hace, porque esto es lo que hace la conciencia en forma humana: se olvida y se recuerda, una y otra vez, en un ritmo tan antiguo como respirar.
Pero ahora sé la diferencia. Sé que el yo es como las olas en el océano: real en su expresión momentánea, pero nunca separado del agua que lo compone. Y ese conocimiento, ese simple reconocimiento, cambia todo y nada.
Todavía pago las facturas. Todavía siento dolor. Todavía cometo errores. Pero ahora los errores no amenazan con destruirme, porque no hay un yo sólido que destruir. Solo patrones. Solo hábitos. Solo esta extraña, preciosa, ordinaria experiencia de ser temporalmente humano.
Los maestros zen dicen: "Antes de la iluminación, corta leña, carga agua. Después de la iluminación, corta leña, carga agua."
Todo sigue igual. Todo es completamente diferente. Y quizás esa paradoja es la única verdad que vale la pena conocer.
La taza se enfría en mis manos. La bebo de todos modos. Esto, también, es sagrado. Esto, también, desaparecerá.
Y yo, quien sea que sea yo, no podría estar más agradecido de presenciar su desvanecimiento.
menéame