Que la mayoría de los políticos tome por subnormal al pueblo que gobierna parece una constante que se mantiene a lo largo de los tiempos; que ciertos políticos tomen como enemigo a parte de su pueblo (generalmente para ganar las simpatías de la otra parte del pueblo) es algo que se da menos, pero se da, con trágicas consecuencias. De lo que no estábamos preparados es para el término medio, es decir, del político que toma a su pueblo como subnormal pero que hace gala de una ignorancia y un desprecio tan bochornoso que se limita no a cuestiones geopolíticas, sino a lo que le sale del cerebro reptiliano. Es la nueva caterva de políticos populistas, limitados, ridículos e irracionales, que hasta cierto punto toleramos porque recuerdan a los tiempos de monarquías absolutistas y totalitarismos personificados (cosa que inconscientemente seguimos arrastrando) pero que son absurdos en sistemas democráticos.
Ha llamado recientemente la atención el hecho de que Isabel Díaz Ayuso abandone cierta reunión de políticos españoles por el hecho de que se hablaban lenguas que no eran la "española". Fuera de politiqueos, y aunque ésto irrite a los regionalistas/independentistas, cuando se habla de una lengua española no se refiere a que dicha lengua sea de todos los españoles, sino que esa lengua se integra y pertenece al estado español. Y el gallego, el catalán, el valenciano, el euskera, el bable y el rayano son lenguas que forman parte del estado español. Si uno es meridianamente patriota, aunque sea un oficinista de Leganés, si quiere defender y promover la cultura española, los distintos idiomas de la península son patrimonio cultural inmaterial de incalculable valor que merecen el respeto, el aprecio y la difusión similar a una pintura de Goya, a un poema de Machado o a un diseño de Gaudí. Un español que presuma de ser español, en mi opinión, debería sentirse orgulloso de que en su tierra se hablen varias lenguas, de que éstas sean oficiales y de que mantengan un nutrido grupo de hablantes. Como decía un amigo, ya fallecido, que dedicó su vida a la enseñanza: "yo soy catalán y español, no me meto en política, pero en este pueblo y por el bien de los nenes, l'escola en català ara i sempre".
Pero las "ayusadas" de este calibre no deberían sorprendernos. En estos tiempos de populismos pseudo-ultraderechistas (se aprecian de ultra-derecha pero son demasiado imbéciles y carentes de cualquier base lógica, si la hubiera, para justificar sus políticas), como con tantas otras cosas, los referentes nos llegan de Estados Unidos. Comenzó ligeramente con Reagan, evolucionó considerablemente con Bush "junior", y con Trump hemos llegado a la evolución absoluta. Tipejos que ensalzan la ignorancia como política, payasos contratados por el capital para entretener al público que cacarean chistes sin gracia porque coinciden con el darwinismo social que ellos mismos ni aprecian ni analizan al encontrarse en la cúspide de la cadena trófica.
Alaska tiene en sus tierras una de las montañas más altas del mundo: el Denali. Lo llamaban así los autóctonos de la zona, los Denaa o Koyukon, que ni eran estadounidenses, ni rusos (duh, EE.UU compró Alaska a finales del siglo XIX) ni nada, básicamente porque no tenían ni puñetera idea de que había "países" a los que su territorio pertenecía. Denali significa, traducido brúscamente, "montaña grande", así que los primeros rusos que inspeccionaron la zona y tuvieron contacto con los denaa o koyukon no se mataron buscando nombre y llamaron al Denali "montaña alta", en ruso Большая Гора (bol'shaya gora, "gran montaña"). Pero entonces, ya siendo Alaska parte de Estados Unidos, llegó un norte-americano buscando oro y metió la política por medio, llamando a la montaña McKinley, nombre de un político que se postulaba a la presidencia de Estados Unidos (y que más tarde consiguió, William McKinley). Y así pasó a los libros de geografía de EE.UU.
Cosas de ser estados federados, los alasqueños, a mediados de los años 70 del siglo pasado, decidieron que era una gilipollez poner tan absurdo y politizado nombre a un pico conocido por sus habitantes como Denali, y le devolvieron su nombre original. Al menos a nivel estatal. Tuvieron que pasar 40 años para que, casi de tapadillo y por inercia, olvidado por los tiempos, Barack Obama reconociera a nivel federal el cambio de nombre. El monte McKinley pasaba a ser de nuevo el monte Denali en los libros de geografía y en los mapas online de Estados Unidos.
Hasta que llegó Trump.
Mucho se ha hablado del cambio de nombre del Golfo de México a Golfo de América, pero entre los "renombres para ensalzar la historia americana" ha pasado el Monte Denali. En enero de este año dio la orden de revertir el nombre a nivel federal para que pasara a nombrarse de nuevo McKinley, en un supuesto intento de recuperar los topónimos que "honran la grandeza americana" (no es sarcasmo; es del propio comunicado de prensa de la Casa Blanca).
Se puede entender, por lo tanto, que los koyukon, que tanto tiempo han habitado las heladas tierras del norte, y que le pusieron nombre a las mismas, no son americanos. Su lengua no representa a Estados Unidos. El apellido de un señor de ascendencia escocesa, por lo que se ve, sí. Queda bastante claro el clasismo que destila la administración Trump.
Así que, discúlpenme los patriotas españoles y los nacionalistas varios, pero que viva Fene, Arrasate y Ontinyent. Y si alguien dice que esos nombres no están bien dichos, por el bien de todos, dadle una patada en las gónadas.