Roma, en el siglo XI, era una ciudad vencida por su propio peso, dividida entre familias nobles que guerreaban como bestias por el control de la sangre y el alma de Europa. El papado, antaño faro espiritual, se había convertido en una pieza más en el tablero de las ambiciones seculares. Entre estas dinastías, los Condes de Túsculo sobresalían como dueños de hombres, templos y conciencias. De esta estirpe surgió Teofilacto de Túsculo, quien el 21 de octubre de 1032 ascendió al trono pontificio bajo el nombre de Benedicto IX.
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