En Lanzarote nació un niño que no sabía todavía que la luz que habría de guiar su vida no era la que ardía en los volcanes ni la que se desparramaba sobre el Atlántico, sino otra más invisible y obstinada, la de los campos magnéticos que aún nadie entendía del todo, y aquel niño, que pronto caminaría por los pasillos solemnes de Madrid y de Zúrich, acabaría sentado en primera fila junto a Einstein, Curie y Bohr, y quién lo diría, desde una isla pequeña perdida en el océano, llevaría consigo el nombre de España y el peso de una ciencia que todav