No está en ese rincón
Por más que miro de soslayo
Ni atisbo de emoción
No consigo sino fallo
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La culpa incontrita se oculta
Cuando buscas absolución
Inconscientemente resulta
Demasiada imposición
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Los ojos vueltos hacia adentro
Reflejan cual espejo
La búsqueda de un centro
Que no es más que un reflejo
-=-
Un espejismo vacío
Un espíritu baldío
Un juicio tardío
Un carácter impío
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"Introspección", se dijo a sí mismo, pero sabía que era mentira, que esa revisión interna no era más que una pretenciosa tentativa de justificar su maldad, un vano empeño de disculpar su iniquidad, su falta de conmiseración, su alarde de mezquindad, un intento estéril de excusar su inhumanidad.
Era una persona malvada, una mala persona, era consciente de ello, y ninguna introspección le salvaría de sí mismo, ni, peor aún si cabe, a los demás de su vileza.
Iban a ir al mar de plástico y pensaban ir juntos. Inspectora de sanidad e inspector de trabajo.
Sabían que en aquella zona de España se hacinaban miles de inmigrantes, trabajando jornadas infinitas en los invernaderos y malviviendo en poblados chabolistas, o campamentos improvisados podridos de basura. Y casi todos ellos sin contrato ni garantía alguna.
Se presentaron en el pueblo a las nueve de la mañana y la inspección duró hasta las siete de la tarde.
Finalmente, sin miedo a las represalias, impusieron nueve sanciones.
Dos a talleres mecánicos por registro horario incorrecto. Otras dos a un restaurante por falta de afiliación de la cocinera y el pinche. Tres al geriátrico por tener a dos auxiliares a falsa media jornada. Y dos más a un hostal por ofrecer como dobles varias habitaciones demasiado pequeñas.
Luego volvieron a casa satisfechos.
Nueve sanciones en un día: se había hecho justicia.
Nadie supo que la somera inspección técnica que hizo Alfredo Ashlam en una fábrica de turbinas, resuelta rápidamente aceptando un mezquino soborno de maletín, provocó uno de los peores accidentes de aviación recordados, en el que casualmente murieron él, su mujer y sus dos hijos menores durante un despreocupado viaje vacacional.
Cuando el juez requirió la documentación de aquella chapucera inspección, simplemente no estaba. Alguien decidió años atrás que tantas pruebas técnicas eran prohibitivas y rellenó los dosieres con papeles vacíos. Se culpó a un tal Gubelkian, responsable del archivo, que fue despedido y acabó indigente y alcoholizado. Su hijo vivió avergonzado creyendo que su progenitor era el culpable de aquellas muertes.
Años después Gubelkian hijo fue elegido presidente de la república. Como medida para evitar casos como el de su padre tomó una decisión radical y legisló contra cualquier tipo de injerencia en la actividad empresarial:
Prohibió las inspecciones.
Tras casi cuarenta años en la empresa, había aprendido a ser eficiente en su trabajo.
Cuando empezó, leía los informes examinando cada detalle e incluso rehacía los cálculos él mismo para comprobar que todo era correcto. Una pérdida de tiempo.
Más adelante, decidió inspeccionar solo las hipótesis y las conclusiones. En las raras ocasiones en que detectaba errores, estos no tenían impacto real. Sus superiores le felicitaron por su aumento de productividad.
En los últimos años, se limitaba a firmar los análisis que le entregaban, con lo que se agilizaba la revisión. Gracias a su entrega se convirtió en el empleado ejemplar.
Esa mañana, un error de diseño en el sistema desencadenó un accidente con más de doscientos muertos. Todos se preguntaron cómo había podido ocurrir algo así.
Miró al médico y sintió admiración: era atento, diligente y muy humano. No pudo evitar pensar que ese podría haber sido él. Desde niño soñaba con estudiar medicina y estaba seguro de que se habría convertido en un gran profesional, pero el pinchazo en selectividad le obligó a cambiar de planes. Otra carrera, otra ciudad, otra vida. ¿Cómo habría sido todo si hubiera sacado solo un punto más?
La mano de su mujer lo devolvió a la consulta. La pantalla mostraba la imagen de la ecografía: era una niña. Sonrió casi sin darse cuenta y ella le devolvió la sonrisa. Bendito punto menos.
Imagina un punto. No una línea, no una figura, no un cuerpo. Un punto. Parece sencillo, casi inofensivo. Pero basta asomarse a sus dominios para que lo que parecía el origen se transforme en destino, en vértigo, en anomalía. En el mundo de Flatland —la novela geométrica y satírica de Edwin Abbott— los seres viven confinados en dos dimensiones, y un punto es lo más bajo de la escala social: invisible, indivisible, incuestionable. Pero ¿y si ese punto contiene todo un universo que no podemos ver?
Los matemáticos, con su afán de precisión, han inventado hasta un teorema del punto gordo. Sí, así se llama: «teorema del punto gordo». Porque en la práctica, cuando buscas una solución y no la encuentras, te resignas a aceptar «algo por aquí cerca». Y eso sin contar que hay otros puntos mucho más escurridizos como el punto G, ese mito moderno que los escépticos consideran una entelequia y los creyentes, un milagro táctil.
Hablemos de puntos.
Ben revisó su código por última vez, y vio que todo era bueno.
Pasaba todos los tests, y de todos modos era un cambio muy rutinario. Había que actualizar la fuente del sistema porque el guión largo era apenas indistinguible del guión corto, y eso decía la academia que no podía ser.
Al día siguiente los aviones iban lanzados como cohetes, los semáforos tardaban siglos en cambiar de color, y el mundo estaba como enrarecido, encabritado. Especialmente gracioso era ver a ancianas en sillas de ruedas motorizadas a ochenta por hora y el pelo alborotado, como poseídas de forma repentina y ubicua por el espíritu de Sor Citroën.
Sería un caos si no fuera porque la gente estaba muy contenta con su nuevo saldo. Ebúrneo, redondo, sin decimales.
Siempre que no quiero decir nada más añado puntos suspensivos. Deja en manos del lector rellenar lo que falta , aportar de su cosecha, imaginar como sigue... Si en vez de declarar nuestras lineas rojas, clasificar nuestros supuestos, dar referencias de nuestras fuentes dejáramos en manos del otro algo, y este dejara en nuestras manos un poco más el intercambio de ideas tendría otra dimension. Casi todo se daría por supuesto, y al mismo tiempo podrías alegar eso tan viejo de "ya te lo dije, recuerdas...?".
El punto y seguido hace las cosas interminables, las conversaciones nunca se resuelven, siempre hay algo más que alegar.
El punto y aparte es cortante, violento, demasiado definitivo. Acaba la conversación sin dar una segunda oportunidad
En cambio, los puntos suspensivos... Siempre puedes dejarlos en el aire y que otro los retome... O no
Nacemos. Punto. Vivimos jugando hasta ser parte del sistema. Punto. Somos un engranaje de sistema hasta perdernos a nosotros mismos. Punto y aparte. Sí, hay una vida más allá, oscuros secretos que son parte de nosotros, secretos que es difícil contar… Puntos suspensivos. A veces, nuestras vidas son tan inútiles como un punto y coma, dos puntos: nadie sabe para qué sirven. Toda vida termina. Morimos. No hay más. Punto y final.
El barco navegaba a la deriva en medio de la tempestad muy cerca del Cabo de Hornos.
El contramaestre informó al capitán de los daños: una vía de agua en la sentina, el timón destrozado, mesana y bauprés dañados de manera irreparable. Un rayo hizo que se divisase la costa por la amura de babor.
El primer oficial entró súbitamente en el camarote de oficiales, y dijo que, aunque débil, había captado la señal de Menéame.
¡Intentarían lanzar un SOS a través del popular agregador de enlaces! Era su última oportunidad.
Fue un trágico final para aquél navío y para toda su tripulación.
Dasowe esperó a que la leña ardiendo bajase la llama hasta convertirse en brasa intensa, que repartió homogéneamente. Entre Manuwai y él colocaron grandes piedras encima.
La pieza de caza estaba ya limpia, sobre hojas de platanero. Mientras las piedras se calentaban, Manuwai cavó un hoyo grande en la arena, mientras él envolvía la pieza en hojas de platanero y la ataba, para no perder el jugo de la cocción.
Forraron el hoyo con hojas de plátano, las piedras calientes al fondo, encima la pieza de caza, más hojas de plátano, cubriéndolo todo, y taparon el conjunto con arena. Unas horas y la pieza estaría lista.
-¡Kiteni, prepara salsas y el pan!-, grito a su mujer.
Cuando creyó que ya estaba, empezó a cavar, despacio…
-Pero, Dasowe, no está todavía…
-Claro que está.
-Pero yo lo prefiero bien hecho.
-Pues a mí la carne de explorador me gusta al punto.
menéame