Los hombres después de los cuarenta

Tengo cuarenta y tres años. En términos evolutivos, soy un despojo. Un residuo biológico cuya función reproductiva ha caducado. Esta es la primera verdad que nadie te dice: después de los cuarenta, eres material genético obsoleto vagando por un supermercado.

Las leyes del mercado sexual son implacables. Más crueles que cualquier sistema económico. En el capitalismo, al menos, puedes acumular capital. En el mercado del deseo, solo pierdes valor. Cada día. Cada hora. Es una devaluación constante, irreversible, que termina en la bancarrota total.

A los dieciocho años, una mujer alcanza su valor máximo en el mercado. Es un hecho biológico. Sus óvulos están frescos. Su piel tiene esa elasticidad que promete buenos genes. Los hombres de todas las edades la desean. Es la democracia perfecta del deseo: desde el adolescente virgen hasta el ejecutivo de sesenta años, todos quieren lo mismo. La misma carne joven.

Yo también la quiero.

Esta es la segunda verdad: el deseo no envejece. Solo envejece tu capacidad de satisfacerlo. Es una tortura exquisita, digna de los griegos. Sísifo empujando no una roca, sino su propia libido hacia una cima inalcanzable.

Anoche vi a mi vecina de diecinueve años en el pasillo. Llevaba unos shorts que apenas cubrían el nacimiento de sus nalgas. La curva donde termina la espalda y comienza el culo. Esa curva específica que solo existe entre los diecisiete y los veintitrés años. Después, la gravedad hace su trabajo. La carne cede. La promesa se convierte en memoria.

Me masturbé pensando en ella. Fue un acto mecánico, triste. El orgasmo de un mamífero envejecido. Eyaculé en un pañuelo de papel. Millones de espermatozoides muertos. Una metáfora perfecta.

Mi ex-mujer tiene cuarenta y uno. La última vez que la vi, noté las arrugas alrededor de sus ojos. Los pechos que empiezan a ceder. El vientre que ya no es plano. Me produce la misma excitación sexual que un electrodoméstico. Menos, quizá. Al menos con un electrodoméstico no finges.

Las mujeres de mi edad son compañeras de extinción. Compartimos la misma condena biológica. Pero mientras ellas pueden refugiarse en la maternidad, en el amor romántico, en las novelas de Paulo Coelho, los hombres solo tenemos la cruda realidad del deseo insatisfecho.

El verano es la estación de la tortura. Playas. Piscinas. Carne joven exhibiéndose con la inconsciencia de quien no sabe que la belleza es temporal. Creen que siempre serán así. Deseables. Con el poder de hacer que los hombres se humillen.

No saben que en veinte años serán invisibles. Que caminarán por la calle y nadie las mirará. Que intentarán seducir y solo conseguirán lástima. La venganza del tiempo es perfecta en su crueldad.

Pero eso no me consuela. Porque yo ya soy invisible ahora.

Hay hombres que pagan. Prostitutas de Europa del Este que fingen gemir. Que cobran por hora lo que yo gano en un día. Es el capitalismo en su forma más pura: todo se puede comprar, incluso la ilusión del deseo.

Pero yo no puedo pagar por lo que realmente quiero. No quiero un servicio. Quiero ser deseado. Quiero que una mujer de veinte años me mire y sienta lo que yo sentía a los veinte. Esa urgencia animal. Ese calor en el bajo vientre.

Es imposible. Salvo que seas rico. Muy rico. O famoso. Entonces puedes comprar la juventud ajena. No el deseo, pero sí el acceso a los cuerpos jóvenes. Es otra forma de masturbación. Más cara. Más elaborada. Pero igualmente vacía.

A veces pienso en el suicidio. No por depresión. Por lógica. ¿Qué sentido tiene vivir treinta años más como un eunuco? ¿Viendo cómo cada verano trae una nueva cosecha de carne fresca que no puedes tocar?

Las culturas que cubren a las mujeres lo entendieron todo. No es puritanismo. Es supervivencia masculina. Es proteger a los hombres de la evidencia diaria de su propia impotencia.

Dentro de diez años será peor. Dentro de veinte, insoportable. El deseo no se extingue. Solo se convierte en una llaga que no cicatriza. En un recordatorio constante de lo que fuiste y ya no eres.

No hay salida. No hay redención. Solo la lenta putrefacción del deseo insatisfecho.

Los jóvenes que lean esto no lo entenderán. Creen que el amor maduro compensará. Que la experiencia es un valor. Que la personalidad importa.

Mentiras piadosas.

Cuando tengan cuarenta y tres años, cuando vean a la hija de su mejor amigo y sientan esa punzada en el estómago, cuando se masturben con el recuerdo de lo que nunca más podrán tener, entonces entenderán.

Pero será demasiado tarde.

Como para mí.

Como para todos nosotros.

Los muertos que caminan.

Los extintos que respiran.

Los hombres después de los cuarenta.